Hasta hace bien poco, agosto era un mes muy tranquilo, casi soporífero, en Pamplona, y los pocos habitantes que nos quedábamos en la ciudad debíamos lidiar en nuestros recorridos con los aleteos de las moscas y el sonoro repicar de las campanas de las iglesias. Resultaba casi complicado encontrarte con viandantes en los recorridos por la ciudad, y era una sensación gozosa. En los últimos años ese panorama ha ido cambiando, y hordas de turistas llenan las plazas y calles del Casco Viejo, entre mesas de bares y cafeterías que han ido okupando el espacio público a golpe de terrazas y talonario. Yo añoro ese desierto estival que fue antaño mi ciudad, y me está pasando como a muchos animales, que adaptan sus horarios a los momentos en los que no están presentes los humanos. Desconozco si Pamplona llegará a los extremos de ciudades como Venecia o, sin irnos tan lejos, Donostia, pero esta afluencia de turistas que algunos interpretan como beneficiosa para la economía a mí no me gusta nada, y me hace sentir extraño en aquellos rincones que alguna vez sentí como míos.