Quizás las motosierras han sido capaces de destrozar más naturaleza que las bombas que se hayan podido lanzar sobre la tierra. En el Señorío de Egulbati, cerca de la capital navarra, me encontré con esta explotación forestal. Al pasear por esas hileras de troncos sesgados, apilados unos sobre otros, olfateé ese perfume a savia, ese sudor tan característico de los pinos, entre balsámico y aromático. Del campo invernal se apoderaba un silencio arrollador, apenas roto por el piar de algún carbonero común o el lejano aullar de un perro. Pensé que, paradójicamente, la destrucción humana, tan mecánica e implacable ella, mantenía la capacidad de crear efectos evocadores.